ENTRENADOR O MAESTRO

     Nunca envié aquella carta a José Puchol. El sobre, fatigado por la humedad del campo, marginado en el anaquel por libros y fotos y diplomas y silencio, no me da opción para redimirme. Lo veo y presiento que el curso de mis años dilatará la culpa. En las tardes, me abriga el alboroto de los triatletas cadetes . Hay alguno que le place sufrir entrenando porque tiene el destino de los guerreros, otros contagian de alegría su juego, todos aprenden el valor de la disciplina, que deberán amar como al hierro de la espada. Apenas queda luz en las pistas. Estoy ahora con un mediofondista cuya rodilla lleva doliendo durante seis meses. Corrijo sus ejercicios de rectas técnicas; ¿cintilla, rotuliano, condropatía? El fisio le dio un diagnóstico abierto, probaron de todo. El muchacho llegó a mí con la desidia del derrotado. Así que, cuando empezamos la rehabilitación hace 9 semanas, dejé la mente en blanco y volví al catecismo de los principios generales del entrenamiento: Progresión, Especificidad, Individualización (esos tres son el andamiaje de cualquier entrenador). El joven comenzó con tediosa pliometría, cuya técnica elemental ignoraba y repudiaba, se centró en la flexibilidad, se obligó a la frustración de trotar a 6´/km como un potrillo. Ejercicios y más ejercicios para aprender el secreto de los apoyos: rodillas, punto de impacto, circularidad, brazos. Me odió. Masticó el rencor hacia mi voz, se exigió la perfección en cada gesto y, para últimos de agosto, en el espejo naranja del atardecer sobre los naranjales, se sorprendió corriendo 2km seguidos a su ritmo de competición, sin molestias. Me miró y yo callé, dolido. La alegría del chico hubo de enfrentarme a mi culpa: nunca envié la carta.

     José Puchol tenía 53 años y yo 12. Valencia noventera. Nos conocimos en las clases de 7º EGB en los Salesianos de la calle Sagunto, él como profesor de Lengua Española, yo como infame alumno. Yo era el Satanás de las aulas, un robespierre con ínfulas de revolución, descarado, arrogante, bronco, amigo de medir los puños, vanidoso respondón, irrespetuoso de profesores, caudillo de los incipientes grupos criminales que los niños jugábamos a formar. El claustro de profesores quería expulsarme, mi padre amenazaba con una sentencia de prisión en mi cuarto, y se me auguraba un fosco porvenir. Una mañana, al poco de haber comenzado las clases de septiembre, Pepe Puchol, solemne, miope, educadísimo, me dijo: “Caballero, le propongo escribir algo”. Tantas páginas, un tema determinado, el estilo es libre pero mídase Miguel, yo se lo corrijo y Usted lo reescribe, concursaremos en un certamen entre colegios etc. Me puso sobre el pupitre 30 folios en blanco y me dio dos semanas. Y yo respiré hondo y me vi asediado por una mezcla de ansiedad y determinación: era la ilusión.

     Hace un par de años uno de mis deportistas, para quien la prueba de 50 crol suponía un sufrimiento que tensionaba sus nervios hasta el bloqueo, aprendió a nadar. Superó las oposiciones para un curso del que dependía un ascenso profesional. Nadó en 46”, un crono menos que mediocre. Pero partía de 55”. Lo hicimos en 5 semanas. Recordé aquella felicidad profunda, aquella paz por compartir la alegría del alumno, y entonces, violentamente, pensé en José Puchol, y en la carta que no envié.

     Estuvimos viéndonos durante 20 años al menos una vez por semestre, unas veces en la biblioteca de los Salesianos, otras veces en mi casa en el campo. Lo vi envejecer al tiempo que mis hijos crecían, en el círculo equilibrado de la vida, siempre sabio en la conversación, regalando en cada consejo un manual para la firmeza del corazón. Cuando le escribí aquella carta era 2022, y hacía ya 3 años que no nos veíamos. El tiempo que angosta la vida, dilatadas estancias en el extranjero por trabajo, la fatuidad del olvido, nos fue distanciando. Mi irresponsabilidad. Por eso le escribí.

     Un entrenador deportivo puede escoger, como un docente puede escoger. Hay un protocolo, un fondo de conocimientos teóricos, un marco legal etc. Al final el deporte o la docencia pueden ejercerse como una materia regida por la técnica, sin más. Ejercerse con distancia, con una profiláctica frialdad que te cure de frustraciones, de males propios de funcionario abrumado por el tedio. Pero también estaba José Puchol. Él escogió ser maestro, y como tal lo llamé siempre. Dispuso en mis manos fe, voluntad y humildad. Me enseñó la rígida lealtad que une al alumno y al maestro.

     Hay un triatleta que lleva años corriendo con dolor en la cadera, y nadie encuentra solución. Hablaré con él para volcarnos obsesivamente y que pueda hacer el maratón de Valencia este diciembre en plenitud. Hay un hombre de 40 años que aspira a ser campeón de Europa máster en 800, para dedicarles el triunfo a su esposa e hijos. Hemos hablado de añadir dos rodajes fáciles por semana, tal vez al amanecer, previo incluso a la primera luz. Hay tanta ilusión como firmeza en su gesto cuando me lo dice.

     Nunca envié aquella carta. Ahora mismo, la miro, sellada, ajada por el polvo, y me pesa. El año pasado mi hermano me pasó una noticia por WhatsApp: José Puchol había muerto. Sigo mirando la carta, que no fue enviada, que nunca será enviada. Tengo una aspiración; quiero ser maestro de deporte. Si usted ha leído hasta aquí puede entenderme. Por eso Hispánica. Por eso José Puchol. Por eso este artículo.

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