INGEBRITSEN Y MI HIJO MIGUEL, GRANDES PERDEDORES
Cuidado al aceptar ser entrenador, cuidado al asumir la condición de padre, también la de profesor, porque todas entrañan el deber de forjar un espíritu, y errar en tal deber es arruinar a una persona. Tal vez la primera pregunta que debamos plantear a nuestro atleta, a nuestro hijo, a nuestro alumno, es tan simple como infinita; ¿Qué es la victoria? ¿Qué significa vencer, tener éxito? Es necesario una vida para responder, y toda respuesta es incorrecta.
Por eso prefiero describir a perdedores y, desde ellos, llegarme a alguna frágil certeza. Perdedores como el campeón olímpico Jakob Ingebritsen, o como mi hijo Miguel, triatleta juvenil.
Odié durante años a Ingebritsen. Me cargaba su altanería, su prepotencia, su falta de respeto y galantería ante los rivales, yo que había crecido fascinado por la caballerosidad de Hicham El Guerrouj (a mi entender el mejor corredor que jamás haya existido), la pulcritud en las formas de Coe, el jubiloso compañerismo de Gebreselassie. Siempre deseaba verlo perder, por eso me inflé de gozo cuando Kerr y Wightman lo doblegaron sobre la recta final del 1500 una vez tras otra desde Tokyo´21. Yo sonreía ufano, con esa envidia infame de los mediocres, y me preguntaba ¿Y ahora qué vikingo, dónde te quedan tus sobradas? Hasta este verano. Ahora es mi favorito.
Mi hijo y yo, desesperados ambos por una lesión de cintilla iliotibial que le impidió competir todo 2025, empezamos la última semana de junio un proceso de rehabilitación con un único objetivo: correr el nacional de Águilas de septiembre sin dolor. Correr hacia la fatiga extrema, dar el aliento final, explotar, competir en grado máximo; pero sin dolor. Y mi hombrecito de 17 años me miraba con un halo de desesperanza, incapaz de desalojar de su corazón el miedo a cualquier síntoma de recaída, un leve pinchazo, una incomodidad inusual. Una y otra vez había fracasado en la recuperación durante 5 meses de condena. Y yo sólo le prometí esfuerzo, paciencia, prudencia, y la necesidad de definir de nuevo el concepto de victoria.
Hace diez días, en la semifinal del 5000 de los mundiales de atletismo asistí, entre sorprendido y complacido, al esfuerzo agónico de Ingebritsen por contarse entre los 8 atletas que se clasificaban para la final. Se apuró hasta su límite, no hubo fingimiento en sus facciones descompuestas ni sus brazos contaminados de lactacidemia. Dio su sangre en aquella última recta. Y entró el octavo. Y levantó, campeón, los brazos, él todo un doble campeón olímpico, aquél que rompió el récord inquebrantable de Komen en los 3000, el sinnúmero de veces campeón europeo. Los brazos al aire, plenitud en el rostro, la sonrisa todavía desafiante, juvenil, provocadora. Celebró su octavo puesto como un triunfo, sin esconderse, libre ante el mundo. Y se ganó más que mi respeto; se tomó mi admiración y devino en ejemplo.
Mi hijo repitió junto a mí, cada tarde del verano durante 12 semanas, el mantra de ejercicios de compensación, levantamientos, series de saltos de todo tipo, técnica de carrera pesada, tediosa, rodajes por los pinares de Bétera a ritmos de abuelo cardiópata. Hicimos todo. Aprendimos juntos a pisar, que es la llave que abre el éxito de cualquier carrera. Arrastramos carretillas, completamos series dando saltos alternos de triplista en la playa de Alboraya, jugamos a retarnos en un sinfín de esprints de 10-15-20m, yo émulo del circense Lyles, mi hijo del eterno Bolt, donde hice siempre foul para arrancar con ventaja. Y en nuestra cabeza sólo estaba Águilas, pero no para subir al podio o para iluminar con el oro de la victoria el ego del muchacho. No. Solamente ir, competir, llevar los pulmones al bordecito del quiebro, sobrepasar y ser sobrepasado por otros competidores, sonreír, tensarse en la salida, relajarse tras la meta. Ser derrotado y sin embargo vencer. Sin ningún dolor en la rodilla.
Pronto escribiré uno de estos artículos de lunes dedicado a los “juguetes rotos”. Hablaré de Pantani, del Chava Jiménez, de Yago Lamela, citaré el nombre de varios boxeadores que viajaron desde el laurel del triunfo hasta el desespero, no ya de la derrota, sino de un dolor mucho mayor; el olvido. Ingebritsen no es un juguete roto, sino el espejo del verdadero atleta, del hombre cuyo espíritu se ha forjado en el entendimiento de que todo, las medallas, la fama, el alboroto de la propaganda, el eco ceremonioso de los políticos que alaban sus gestas, todo es vanidad. Solamente importa él mismo. Ante su corazón rinde cuentas, las cobra, y también las paga.
Por eso celebrar ser octavo en una semifinal, alborozarse por ser décimo en una final de 5000 cuando tu nombre es del vigente campeón olímpico, es haber entendido bajo una luz madura, firme y sabia lo que es la victoria en el deporte. Dulcemente derrotado Ingebritsen, enhorabuena.
Mi hijo corrió en Águilas, se apuró en el medio del pelotón, fue incapaz de tomar la espalda del grupo cabecero cuando arrancaron hacia meta, hubo de medir el ritmo porque el cuerpo no le dio chance para brillar, incluso se cayó y se quemó con el asfalto. Y sonrió lleno de paz. ¿Quién ha vencido, entonces, hijo mío? ¿Acaso crees que has sido derrotado?
Ahora, mientras escribo, agrieta el alba la pared oscura del campo sobre el Mediterráneo. Ayer, en la otra luz, la del atardecer, me vi resoplando, sin aire ya para aguantar el ritmo, tras la espalda de mi hijo, mientras cruzábamos los caminos entre los naranjales. A 3´40 ya no puedo sostenerme demasiado tiempo. Tengo 42 años, mi hijo 17, y hay una felicidad franca y ancestral en este sufrimiento de ambos mientras corremos, él tan fácil, yo al límite. Sé que lo mismo siente Jakob Ingebritsen.
Dentro de muchos años, ya viejo, cuando no quede tiempo por delante, habré de volver mis pasos y pensar, recordar, enumerar qué la vida ha sido. Indudablemente habré de recrear estas tardes del verano del 25 en que corrí contigo hijo mío, y juntos recuperamos tu rodilla. La noche en que vi a Ingebritsen alzar el puño por su mediocre semifinal, derrotado. Sonreiré porque habré entendido, quizá demasiado tarde, que la victoria es haber estado a tu lado, derrotados, cada día desde el instante mismo en que supe que ibas a nacer.


